viernes, 9 de mayo de 2008

OTRAS NIÑAS



La niña camina hacia el pozo en busca del agua necesaria para su familia ese día.
Ha salido al amanecer y la luz, poco a poco, va invadiendo la atmósfera transparente.
El sol, al elevarse en el cielo azul, hace brillar diminutas partículas plateadas en la arena del camino.
La niña lleva colgado al cuello un amuleto, son los colmillos tallados del primer león que cazó su hermano cuando se convirtió en el guerrero más joven de la tribu.
Le han contado que la protegerá de los animales salvajes, de los malos espíritus y de los hombres malos que acechan en los caminos a las niñas como ella cuando van a por agua.
El aire suave de la mañana acaricia su piel y levanta su ánimo.
La niña canta una antigua canción que habla de países lejanos y de la gran montaña que tiene la cumbre blanca y fría y que la niña no puede imaginar porque nunca ha visto nada parecido.
Dice la canción que existe una lluvia blanca que cae en copos como los de la harina de yuca que muelen cada mañana las mujeres a la puerta de las cabañas.
Cuenta que si la tocas con la lengua quema como el fuego y después se convierte en agua fresca en la boca.

La canción también explica cómo esa lluvia blanca posada en la gran montaña va llenando de agua los pozos a donde ella y las niñas de las otras aldean van cada mañana con sus bidones.
La niña sueña con esa blancura que debe ser muy diferente a la de los huesos blanqueados por el sol que a menudo se ven en los bordes del camino.
Cuando acaba su canción, la niña agarra su amuleto con la mano derecha mientras se balancea en su espalda el depósito vacío.
El temor de cada mañana, conjurado hasta ahora, comienza a surgir de nuevo desde el fondo de su alma.
Está a punto de volver a cantar otra vez cuando por fin divisa el cruce donde confluyen los caminos. Por esos senderos arenosos se van acercando otras niñas como ella con sus recipientes.
La niña sonríe, salta de contento y corre a reunirse con sus amigas para hacer el resto del recorrido.
Feliz, olvida el miedo que la espera al regreso, amenazándola cuando vuelva sola, con el bidón lleno atado a su espalda que la impedirá correr como hace ahora.
Entonces sus ojos se moverán ràpidos, inquietos, hacia ambas orillas del camino, atentos a cualquier sombra extraña, a cualquier movimiento de las resecas plantas de la sabana.
Su voz balbuceante repetirá la canción una y otra vez hasta divisar de nuevo los techados de paja de su aldea. Entonces volverá a respirar tranquila. Al día siguiente tendrá que volver, pero eso ya lo pensará más tarde.